Eifelheim(c.1) by Michael Flynn

Eifelheim(c.1) by Michael Flynn

Author:Michael Flynn
Language: es
Format: mobi
Tags: narrativa ciencia ficcion
Published: 2006-01-01T00:00:00+00:00


El Día de Santa Ágata, Dietrich celebró la misa solo. Había tullidos y enfermos por los que rezar. Walpurga Honig había sufrido una coz de su mula. El hijo mayor de Gregor, Karl, estaba postrado con fiebre. Y Franz Ambach había pedido oraciones por el descanso de su madre, que había fallecido el mes anterior. Dietrich también pidió la intercesión de san Cristóbal por el feliz regreso de Bertram desde Basilea.

Dio las gracias, otra vez, porque la peste se había dirigido a Inglaterra y no a los bosques. Era un pecado alegrarse del sufrimiento de los otros, pero la buena suerte de Oberhochwald iba emparejada a ello, y la desgracia de Inglaterra estaba en esa coyuntura de la que se alegraba.

—Memento etiam, Domine —rezó—, famulorum famularumque tuarum Lorenz Schmidt, et Beatrix Amhach, et Arnold Krenk, qui nos praecesserunt cum signo fidei, et dormiunt in somnopacis.

Se preguntó si eso mismo se cumpliría con el alquimista krenk. Ciertamente, había muerto con un «signo de fe» en la mano, pero al suicida le estaba normalmente vedado al cielo. Sin embargo, Dios no había causado ninguna tragedia y algún bien podía surgir de todo aquello y, al ver lo afectados que estaban los visitantes por la muerte de su compañero, muchos de los aldeanos de Hochwald que antes se habían mostrado cautos o temerosos con los krenken, ahora los saludaban abiertamente y, si no calurosamente, con hostilidad menos marcada.

Mientras retiraba los sagrados cálices, pensó en pasarse por la cabaña de Theresia. Últimamente se había inventado motivos para detenerse allí. El día anterior ella le había contado lo de la pierna de Walpurga y que le había entablillado el hueso. Dietrich le había dado las gracias y esperado a que ella dijera algo más, pero Theresia había ladeado la cabeza y cerrado los postigos de sus ventanas.

A esas alturas ya tenía que saber que se había equivocado con los krenken. Recordando su propio terror la primera vez que los vio, a Dietrich le resultaba fácil perdonar a Theresia por su miedo más duradero. Ella admitiría su error, regresaría a la parroquia y haría sus tareas y, por las tardes, antes de regresar a su cabaña al pie de la colina, comerían dulces juntos como habían hecho siempre y él le leería el De usu partium o el Hortus deliciarum.

La encontró poniendo algunas hierbas a secar junto al cristal de su ventana. Había cultivado esas hierbas en las macetas de barro del alféizar. Ella lo saludó con la cabeza cuando entró, pero continuó cortando.

—¿Cómo te va, hija? —preguntó Dietrich.

—Bien —respondió ella, y Dietrich buscó algo que decir que no pareciera una admonición.

—Nadie asistió hoy a la misa. —Pero eso era una admonición, pues Theresia asistía diariamente.

Ella no alzó la cabeza.

—¿Estuvieron allí?

—¿Hans y Gottfried? No.

—Buenos comulgantes habéis admitido.

Dietrich abrió la boca para protestar. Después de todo, pocos asistían siempre a la misa diaria. Pero se lo pensó mejor y comentó que el tiempo era algo más cálido.

Theresia se encogió de hombros.

—Frau Grundsau no vio ninguna sombra.

—Herwyg dice que será otro año frío.



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